📲 #GmicheliAlDía | 🏀 Comenzó oficialmente el Torneo Provincial U25, organizado por la Asociación de Baloncesto de La Romana (Asobaro),...
Hace casi una década, una noche cualquiera en La Romana,
una mujer salió en su pasola a buscar medicamentos para su hijo enfermo.
No corría. No huía. Solo cuidaba.
Pero una patrulla la detuvo.
La llevó al cuartel y la obligó a pasar la noche entre agentes que jugaban con sus armas,
como si el poder fuera un espectáculo.
No hubo explicación. Solo abuso.
Aquella historia, contada con indignación en 2016,
ya retrataba una enfermedad más profunda que cualquier reforma:
la autoridad sin control.
Y lo que entonces pareció un exceso, hoy se ha vuelto costumbre.
Lo que fue una denuncia, hoy es rutina.
A veces, lo que parece un hecho aislado revela un sistema entero.
Basta mirar hacia atrás para entender lo que vivimos hoy.
Porque a veces el pasado no siempre es memoria: muchas veces es advertencia.
Y si algo nos ha enseñado el tiempo, es que cuando el ciudadano tiene más miedo de la patrulla que del delincuente, el orden se ha invertido.
Cuando un legislador admite que ni él puede mediar ante un agente armado, el poder civil ha perdido su voz.
Y cuando el respeto se sustituye por miedo, ya no hay autoridad: hay dominio.
Durante años hemos oído hablar de reformas policiales.
Se anuncian patrullas nuevas, cámaras corporales, equipos modernos, uniformes relucientes y planes estratégicos.
Pero en los barrios de La Romana, la película no cambia.
Redadas sin orden, motocicletas retenidas, ciudadanos humillados…
y familias que deben “resolver” para recuperar su libertad.
Mientras tanto, la delincuencia avanza.
Los atracos crecen, los robos se multiplican,
y muchos sienten que, cuando más necesitan a la Policía, simplemente no está.
Porque el poder que abusa no previene: se distrae.
Y el miedo, en lugar de traer seguridad, termina alimentando la impunidad.
El problema no está en el presupuesto, sino en la cultura.
El poder sin conciencia no reforma: repite.
Cada abuso deja una marca invisible.
Cada joven detenido injustamente, cada padre que paga por lo que no debe,
erosiona un poco más la confianza pública.
Así se construye una ciudad que obedece por miedo, no por respeto.
Y cuando la gente aprende a callar para evitar problemas, el silencio se vuelve cómplice del abuso.
No se trata de atacar a la Policía, sino de recordarle su misión: "proteger y servir", no intimidar.
La dignidad de un pueblo no se mide en balas ni camionetas,
sino en la tranquilidad con que sus ciudadanos pueden caminar sin ser tratados como sospechosos.
Porque la autoridad que olvida su límite deja de ser autoridad: se convierte en amenaza.
La Romana merece algo distinto.
Merece una policía cercana, humana, que inspire respeto por su ejemplo y no por su arma.
Merece que el poder se ejerza con justicia, no con miedo.
Y que ningún ciudadano —ni pobre, ni rico, ni mujer, ni joven—
tenga que pasar una noche entre rejas solo por cruzarse con un uniforme.
Quizá la historia de aquella mujer debería contarse más a menudo.
No porque sea pasado, sino porque sigue pasando.
Y si la olvidamos, no será historia: será costumbre.
Porque no todo lo que parece control es seguridad.
A veces es simplemente abuso… con otro nombre.