
En La Romana todo parece funcionar a base de parches: se pinta una calle con baches, se limpia un imbornal...
En La Romana todo parece funcionar a base de parches: se pinta una calle con baches, se limpia un imbornal para luego vaciar el lodo en un área protegida, se cambian los nombres de las avenidas mientras las aceras se hunden y la delincuencia gana terreno. Lo urgente reemplaza siempre a lo importante. Lo visible sustituye a lo esencial.
El reciente caso de COAAROM, con el vertido de agua sucia de imbornales en un punto no autorizado, no es una simple anécdota técnica. Es el espejo de cómo se gestiona la ciudad: con improvisación, sin planificación y con una peligrosa tolerancia a lo incorrecto.
El problema no es el camión. Es el sistema que lo permite. Es la costumbre institucional de justificar el error en lugar de corregirlo con método y responsabilidad.
Mientras tanto, la ciudadanía observa —y padece— los efectos de esa falta de rumbo. Cada aguacero convierte avenidas enteras en lagunas; los imbornales siguen tapados de basura; hay huecos que parecen cumplir años; y en medio de todo, se priorizan gestos cosméticos, como pintar rayas frente a la Gobernación o discutir el cambio de nombre de las calles.
¿De qué sirve rebautizar una vía si sigue llena de hoyos? ¿Qué sentido tiene hablar de embellecimiento cuando el drenaje colapsa al primer aguacero?
La ciudad necesita menos pintura y más planificación. Menos declaraciones en radio y más trabajo técnico coordinado. Los problemas de La Romana no se resuelven con una rueda de prensa, ni con la promesa de “revisar los procedimientos”.
Se resuelven con protocolos claros, con control ambiental real, con fiscalización de obras, con transparencia en la gestión del agua, y con una visión de ciudad que trascienda los titulares.
COAAROM no puede seguir operando como si fuera una brigada sin supervisión. El agua —limpia o sucia— no es un residuo cualquiera. Vertirla sin control en zonas protegidas no es un “error operativo”: es una falta grave. Y si no se actúa con firmeza, mañana será otro camión, en otra zona, con las mismas excusas.
Lo que indigna a la ciudadanía no es solo la contaminación o la falta de agua potable en los barrios, sino la sensación de abandono. La idea de que, pase lo que pase, nadie responde. Esa percepción erosiona la confianza pública tanto como el deterioro de las calles erosiona los neumáticos de los vehículos.
La Romana necesita planificación, sí. Pero también necesita coherencia, liderazgo y la valentía de romper con la cultura del “eso se resuelve después”.
Porque cada excusa oficial, cada promesa sin resultados, cada operativo improvisado, no solo afecta el entorno: va desfigurando la idea de ciudad que merecemos.
Y ya es hora de exigir algo más que explicaciones.
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